El 5 de abril de 1978, aproximadamente a las 22 horas, el Dr. Liwsky entraba a su casa en el barrio de Flores, en la Capital Federal:
«En cuanto empecé a introducir la llave en la cerradura de mi departamento me di cuenta de lo que estaba pasando, porque tiraron bruscamente de la puerta hacia adentro y me hicieron trastabillar.
Salté hacia atrás, como para poder empezar a escapar.
Dos balazos (uno en cada pierna) hicieron abortar mi intento. Sin embargo todavía resistí, violentamente y con todas mis fuerzas, para evitar ser esposado y encapuchado, durante varios minutos. Al mismo tiempo gritaba a voz en cuello que eso era un secuestro y exhortaba a mis vecinos para que avisaran a mi familia. Y también para que impidieran que me llevaran.
Ya reducido y tabicado, el que parecía actuar como jefe me informó que mi esposa y mis dos hijas ya habían sido capturadas y «chupadas».
Cuando, llevado por las extremidades, porque no podía desplazarme por las heridas en las piernas, atravesaba la puerta de entrada del edificio, alcancé a apreciar una luz roja intermitente que venía de la calle. Por las voces y órdenes y los ruidos de las puertas del coche, en medio de los gritos de reclamo de mis vecinos, podría afirmar que se trataba de un coche patrullero.
Luego de unos minutos, y a posteriori de una discusión acalorada, el patrullero se retiró.
Entonces me llevaron a la fuerza y me tiraron en el piso de un auto, posiblemente un Ford Falcon, y comenzó el viaje.
Me bajaron del coche en la misma forma en que me habían subido, entre cuatro y, caminando un corto trecho (4 ó 5 metros) por un espacio que, por el ruido, era un patio de pedregullo, me arrojaron sobre una mesa. Me ataron de pies y manos a los cuatro angulos.
Ya atado, la primera vez que oí fue la de alguien que dijo ser médico y me informó de la gravedad de las hemorragias en las piernas y que, por eso, no intentara ninguna resistencia.
Luego se presentó otra voz. Dijo ser EL CORONEL. Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor. Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional». Luego agregó: «¡Lo vas a pagar caro... !¡ Se acabaron los padrecitos de los pobres!»
Todo fue vertiginoso. Desde que me bajaron del coche hasta que comenzó la primera sesión de «picana» pasó menos tiempo que el que estoy tardando en contarlo.
Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque, no sé por qué causa, con la «picana», aunque me hacían gritar, saltar y estremecerme, no consiguieron que me desmayara.
Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico con varillas de madera en la espalda, los gluteos, las pantorrillas y las plantas de los pies. Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. Y se acrecentaba al arrancarme la camisa que se había pegado a las llagas, para llevarme a una nueva «sesión».
Esto continuaron haciéndolo por varios días, alternándolo con sesiones de picana. Algunas veces fue simultaneo.
Esta combinación puede ser mortal porque, mientras la «picana» produce contracciones musculares, el apaleamiento provoca relajación (para defenderse del golpe) del músculo. Y el corazón no siempre resiste el tratamiento.
En los intervalos entre sesiones de tortura me dejaban colgado por los brazos de ganchos fijos en la pared del calabozo en que me tiraban.
Algunas veces me arrojaron sobre la mesa de tortura y me estiraron atando pies y manos a algún instrumento que no puedo describir porque no lo vi pero que me producía la sensación de que me iban a arrancar cualquier parte del cuerpo.
En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura, sosteniéndome la cabeza fijamente, me sacaron la venda de los ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha de mi mujer. Y nada más. Como para que sufriera... Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome.
A los diez días del ingreso a ese «chupadero» llevaron a mi mujer, Hilda Nora Ereñú, donde yo estaba tirado. La vi muy mal. Su estado físico era deplorable. Sólo nos dejaron dos o tres minutos juntos. En presencia de un torturador. Cuando se la llevaron pensé (después supe que ambos pensamos) que esa era la última vez que nos veíamos. Que era el fin para ambos. A pesar de que me informaron que había sido liberada junto con otras personas, sólo volví a saber de ella cuando, legalizado en la Comisaría de Gregorio de Laferrère, se presentó en la primera visita junto a mis hijas.
También me quemaron, en dos o tres oportunidades, con algún instrumento metálico. Tampoco lo vi, pero la sensación era de que me apoyaban algo duro. No un cigarrillo que se aplasta, sino algo parecido a un clavo calentado al rojo.
Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre) y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba «tabicado», que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con .una pinza. Esa vez me desmayé. Y de ahí en más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. Incluso la vez que, mostrándome otros trapos ensangrentados, me digeron que eran las bombachitas de mis hijas. Y me preguntaron si quería que las torturaran conmigo o separado.
Desde entonces empecé a sentir que convivía con la muerte.
Cuando no estaba en sesión de tortura alucinaba con ella. A veces despierto y otras en sueños.
Cuando me venían a buscar para una nueva «sesión» lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente.
Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba. Por eso, también, vivía pendiente del momento en que se iban a acercar para buscarme.
De todo ese tiempo, el recuerdo más vivido, más aterrorizante, era ese de estar conviviendo con la muerte. Sentía que no podía pensar. Buscaba, desesperadamente, un pensamiento para poder darme cuenta de que estaba vivo. De que no estaba loco. Y, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que me mataran cuanto antes.
La lucha en mi cerebro era constante. Por un lado: «recobrar la lucidez y que no me desestructuraran las ideas», y por el otro: «Qué acabaran conmigo de una vez»
La sensación era la de que giraba hacia el vacío en un gran cilindro viscoso por el cual me deslizaba sin poder aferrarme a nada.
Y que un pensamiento, uno solo, sería algo sólido que me permitiría afirmarme y detener la caída hacia la nada.
El recuerdo de todo este tiempo es tan concreto y a la vez tan íntimo que lo siento como si fuera una víscera que existe realmente.
En medio de todo este terror, no sé bien cuando, un día me llevaron al «quirófano» y, nuevamente, como siempre, después de atarme, empezaron a retorcerme los testículos. No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor semejante. Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo. Como si garganta, cerebro, estómago y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo.
El deseo era que consiguieran arrancarmelo todo y quedar definitivamente vacío.
Y me desmayaba.
Y sin saber cuándo ni cómo, recuperaba el conocimiento y ya me estaban arrancando de nuevo. Y nuevamente me estaba desmayando.
Para esta época, desde los 15 ó 18 días a partir de mi secuestro, sufría una insuficiencía renal con retención de orina. Tres meses y medio después, preso en el Penal de Villa-Devoto, los médicos de la Cruz Roja Internacional diagnostican una insuficiencia renal aguda grave de origen traumático, que podríamos rastrear en las palizas.
Aproximadamente 25 días después de mi secuestro, por primera vez, después del más absoluto aislamiento, me arrojan en un calabozo en que se encuentra otra persona. Se trataba de un amigo mío, comparñero de trabajo en el Dispensario del Complejo Habitacional: el Dr. Francisco García Fernandez.
Yo estaba muy estropeado. El me hizo las primeras y precarísimas curaciones, porque yo, en todo este tiempo, no tenía ni noción ni capacidad para procurarme ningún tipo de cuidado ni limpieza.
Recién unos días después, corriéndome el «tabique» de los ojos, pude apreciar el daño que me habían causado. Antes me había sido imposible, no porque no intentara «destabicarme» y mirar, sino porque, hasta entonces, tenía la vista muy deteriorada.
Entonces pude apreciarme los testículos...
Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Housay, había una fotografla en la cual un hombre, por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. El tamaño de los míos era similar a aquel y su color de un azul negruzco intenso.
Otro día me llevaron y, a pesar del tamaño de los testículos, me acostaron una vez más boca abajo. Me ataron y, sin apuro,.desgarrando conscientemente, me violaron introduciendome en el ano un objeto metálico. Después me aplicaron electricidad por medio de ese objeto, introducido como estaba. No sé describir la sensación de cómo se me quemaba todo por dentro.
La inmersión en la tortura cedió. Aisladamente, dos o tres veces por semana, me daban alguna paliza. Pero ya no con instrumentos sino, generalmente, puñetazos y patadas.
Con este nuevo régimen, comparativamente terapéutico, empecé a recuperarme físicamente. Había perdido más de 25 kilos de peso y padecía la insuficiencía renal ya mencionada.
Dos meses antes del secuestro, es decir, por febrero de ese año, padecí un rebrote de una antigua simonelosis (fiebre tifoidea).
Entre el 20 y 25 de mayo, es decir unos 45 ó 60 días después del secuestro, tuve una recidiva de la salmonelosis asociada a mi quebrantamiento físico.»
«En cuanto empecé a introducir la llave en la cerradura de mi departamento me di cuenta de lo que estaba pasando, porque tiraron bruscamente de la puerta hacia adentro y me hicieron trastabillar.
Salté hacia atrás, como para poder empezar a escapar.
Dos balazos (uno en cada pierna) hicieron abortar mi intento. Sin embargo todavía resistí, violentamente y con todas mis fuerzas, para evitar ser esposado y encapuchado, durante varios minutos. Al mismo tiempo gritaba a voz en cuello que eso era un secuestro y exhortaba a mis vecinos para que avisaran a mi familia. Y también para que impidieran que me llevaran.
Ya reducido y tabicado, el que parecía actuar como jefe me informó que mi esposa y mis dos hijas ya habían sido capturadas y «chupadas».
Cuando, llevado por las extremidades, porque no podía desplazarme por las heridas en las piernas, atravesaba la puerta de entrada del edificio, alcancé a apreciar una luz roja intermitente que venía de la calle. Por las voces y órdenes y los ruidos de las puertas del coche, en medio de los gritos de reclamo de mis vecinos, podría afirmar que se trataba de un coche patrullero.
Luego de unos minutos, y a posteriori de una discusión acalorada, el patrullero se retiró.
Entonces me llevaron a la fuerza y me tiraron en el piso de un auto, posiblemente un Ford Falcon, y comenzó el viaje.
Me bajaron del coche en la misma forma en que me habían subido, entre cuatro y, caminando un corto trecho (4 ó 5 metros) por un espacio que, por el ruido, era un patio de pedregullo, me arrojaron sobre una mesa. Me ataron de pies y manos a los cuatro angulos.
Ya atado, la primera vez que oí fue la de alguien que dijo ser médico y me informó de la gravedad de las hemorragias en las piernas y que, por eso, no intentara ninguna resistencia.
Luego se presentó otra voz. Dijo ser EL CORONEL. Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor. Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional». Luego agregó: «¡Lo vas a pagar caro... !¡ Se acabaron los padrecitos de los pobres!»
Todo fue vertiginoso. Desde que me bajaron del coche hasta que comenzó la primera sesión de «picana» pasó menos tiempo que el que estoy tardando en contarlo.
Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque, no sé por qué causa, con la «picana», aunque me hacían gritar, saltar y estremecerme, no consiguieron que me desmayara.
Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico con varillas de madera en la espalda, los gluteos, las pantorrillas y las plantas de los pies. Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. Y se acrecentaba al arrancarme la camisa que se había pegado a las llagas, para llevarme a una nueva «sesión».
Esto continuaron haciéndolo por varios días, alternándolo con sesiones de picana. Algunas veces fue simultaneo.
Esta combinación puede ser mortal porque, mientras la «picana» produce contracciones musculares, el apaleamiento provoca relajación (para defenderse del golpe) del músculo. Y el corazón no siempre resiste el tratamiento.
En los intervalos entre sesiones de tortura me dejaban colgado por los brazos de ganchos fijos en la pared del calabozo en que me tiraban.
Algunas veces me arrojaron sobre la mesa de tortura y me estiraron atando pies y manos a algún instrumento que no puedo describir porque no lo vi pero que me producía la sensación de que me iban a arrancar cualquier parte del cuerpo.
En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura, sosteniéndome la cabeza fijamente, me sacaron la venda de los ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha de mi mujer. Y nada más. Como para que sufriera... Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome.
A los diez días del ingreso a ese «chupadero» llevaron a mi mujer, Hilda Nora Ereñú, donde yo estaba tirado. La vi muy mal. Su estado físico era deplorable. Sólo nos dejaron dos o tres minutos juntos. En presencia de un torturador. Cuando se la llevaron pensé (después supe que ambos pensamos) que esa era la última vez que nos veíamos. Que era el fin para ambos. A pesar de que me informaron que había sido liberada junto con otras personas, sólo volví a saber de ella cuando, legalizado en la Comisaría de Gregorio de Laferrère, se presentó en la primera visita junto a mis hijas.
También me quemaron, en dos o tres oportunidades, con algún instrumento metálico. Tampoco lo vi, pero la sensación era de que me apoyaban algo duro. No un cigarrillo que se aplasta, sino algo parecido a un clavo calentado al rojo.
Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre) y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba «tabicado», que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con .una pinza. Esa vez me desmayé. Y de ahí en más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. Incluso la vez que, mostrándome otros trapos ensangrentados, me digeron que eran las bombachitas de mis hijas. Y me preguntaron si quería que las torturaran conmigo o separado.
Desde entonces empecé a sentir que convivía con la muerte.
Cuando no estaba en sesión de tortura alucinaba con ella. A veces despierto y otras en sueños.
Cuando me venían a buscar para una nueva «sesión» lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente.
Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba. Por eso, también, vivía pendiente del momento en que se iban a acercar para buscarme.
De todo ese tiempo, el recuerdo más vivido, más aterrorizante, era ese de estar conviviendo con la muerte. Sentía que no podía pensar. Buscaba, desesperadamente, un pensamiento para poder darme cuenta de que estaba vivo. De que no estaba loco. Y, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que me mataran cuanto antes.
La lucha en mi cerebro era constante. Por un lado: «recobrar la lucidez y que no me desestructuraran las ideas», y por el otro: «Qué acabaran conmigo de una vez»
La sensación era la de que giraba hacia el vacío en un gran cilindro viscoso por el cual me deslizaba sin poder aferrarme a nada.
Y que un pensamiento, uno solo, sería algo sólido que me permitiría afirmarme y detener la caída hacia la nada.
El recuerdo de todo este tiempo es tan concreto y a la vez tan íntimo que lo siento como si fuera una víscera que existe realmente.
En medio de todo este terror, no sé bien cuando, un día me llevaron al «quirófano» y, nuevamente, como siempre, después de atarme, empezaron a retorcerme los testículos. No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor semejante. Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo. Como si garganta, cerebro, estómago y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo.
El deseo era que consiguieran arrancarmelo todo y quedar definitivamente vacío.
Y me desmayaba.
Y sin saber cuándo ni cómo, recuperaba el conocimiento y ya me estaban arrancando de nuevo. Y nuevamente me estaba desmayando.
Para esta época, desde los 15 ó 18 días a partir de mi secuestro, sufría una insuficiencía renal con retención de orina. Tres meses y medio después, preso en el Penal de Villa-Devoto, los médicos de la Cruz Roja Internacional diagnostican una insuficiencia renal aguda grave de origen traumático, que podríamos rastrear en las palizas.
Aproximadamente 25 días después de mi secuestro, por primera vez, después del más absoluto aislamiento, me arrojan en un calabozo en que se encuentra otra persona. Se trataba de un amigo mío, comparñero de trabajo en el Dispensario del Complejo Habitacional: el Dr. Francisco García Fernandez.
Yo estaba muy estropeado. El me hizo las primeras y precarísimas curaciones, porque yo, en todo este tiempo, no tenía ni noción ni capacidad para procurarme ningún tipo de cuidado ni limpieza.
Recién unos días después, corriéndome el «tabique» de los ojos, pude apreciar el daño que me habían causado. Antes me había sido imposible, no porque no intentara «destabicarme» y mirar, sino porque, hasta entonces, tenía la vista muy deteriorada.
Entonces pude apreciarme los testículos...
Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Housay, había una fotografla en la cual un hombre, por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. El tamaño de los míos era similar a aquel y su color de un azul negruzco intenso.
Otro día me llevaron y, a pesar del tamaño de los testículos, me acostaron una vez más boca abajo. Me ataron y, sin apuro,.desgarrando conscientemente, me violaron introduciendome en el ano un objeto metálico. Después me aplicaron electricidad por medio de ese objeto, introducido como estaba. No sé describir la sensación de cómo se me quemaba todo por dentro.
La inmersión en la tortura cedió. Aisladamente, dos o tres veces por semana, me daban alguna paliza. Pero ya no con instrumentos sino, generalmente, puñetazos y patadas.
Con este nuevo régimen, comparativamente terapéutico, empecé a recuperarme físicamente. Había perdido más de 25 kilos de peso y padecía la insuficiencía renal ya mencionada.
Dos meses antes del secuestro, es decir, por febrero de ese año, padecí un rebrote de una antigua simonelosis (fiebre tifoidea).
Entre el 20 y 25 de mayo, es decir unos 45 ó 60 días después del secuestro, tuve una recidiva de la salmonelosis asociada a mi quebrantamiento físico.»
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