miércoles, 8 de febrero de 2012

ESOS POBRES ERIZOS

Llevo la sierra por un lado y a babor. Rondan sus caries unos cirros de tela, o de azúcar, en filetes rosa; derivan con rumbo sur, vienen conmigo, me acompañan, cubren campos centeneros, navazos y marjales, extienden sombras que encapotan o quizás aclaran las duras tierras de labor, el barbecho reverdecido donde viven los algarrobos, el ligusto paciente, el carrizal y la zarzaparrilla. Dejo Rubert a una legua (ombligo plano de la roca, atalaya humilde, buen pastor) y desciendo por rectas interminables que me permiten ver, a modo de rubeóla, las grandes lupias del asfalto donde las ruedas hacen un ruido de chaparrón. Cuento, con pena, erizos patas arriba sobre el resinoso macadán: inmóviles y sin ánima. Para estos seres tan simpáticos y huidizos, la estación del amor (días y noches de septiembre) es -por una injusta paradoja- una temporada lúgubre. Se persiguen bajo la luna, maduros y electrizados, movidos por un fatum que los lleva a desearse, a cortejarse entre las jaras del monte. Por encima de sus cabezas, la noche se va arrastrando, derrotan los luceros, las galaxias con apodos náuticos que ellos nunca van a descifrar; y al romper ese vacío, ese trozo de pórtland separando el monte como un sable o como un labio, dos luces se precipitan y, sañudamente, la gran mole de chatarra va a extinguir un rumoroso corazón, tanto deseo. Mueren los erizos al amanecer, y rememoro, atado a mi volante de cuentista, de rufián, unos versos de Roethke -el poeta de los animales-, que desesperaba por todo cuanto de injusto, inevitable y aleatorio vibra en el destino de cualquier criatura:
"Pienso en el nido caído entre las hierbas altas, la tortuga que jadea sobre la sucia autopista, el paralítico pasmado en la bañera... y el agua subiendo. Todo lo inocente, desgarrado y olvidado".

Jorge G. Aranguren, de "Cuarto de luna".

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