Los surrealistas decían que la belleza para ser Belleza debe ser convulsiva o, de lo contario, no será. Con esto querían decir que la belleza no está en lo objetivo, en lo aparente, en lo que muestra la obra en primer grado, en su evidencia, sino en lo que consigue despertar en el espectador, en lo que remueve y transforma en el que (víctima incauta casi siempre) observa. Sin la convulsión y el desmoronamiento interno; sin ese puñetazo inmisericorde entre ceja y ceja (la filosofía a martillazos de Nietzsche), no puede haber arte sino sólo decoración, filigrana y estupidez. Yo estoy de acuerdo con esta concepción surrealista del arte, con esta valoración de su función y no de su técnica, cosa esta última que sólo puede interesar a los dispépticos académicos (con o sin corbata, da igual). Por eso, cuando sucede ese descalabramiento del alma, la conmoción etílica sin haber bebido una gota de ginebra; cuando sucede que el suelo se abre bajo los pies (y abajo, allí abajo, recibimos el saludo procaz del buen demonio, su aliento azufranado), sé que me hallo ante una obra de arte, ante una verdadera expresión artística, ante lo honesto y excepcional (porque lo honesto pasa poco, amigos míos. Y es que cualquier gañán puede emprenderla a pinceladas con un lienzo, pero pocos son los capaces de zarandear, golpear, escupir a fuerza de interrogante sobre las frentes acomodaticias). A mí me ha pasado con la obra de Detritus, con sus desasosegantes cuadros; una secuencia imparable de golpes sin concesiones, sin treguas, sin trampas ni cartones (que para esto ya están los herederos de Warhol). Cuadros del sufrimiento hechos desde el sufrimiento, del dolor desde el daño abierto y compartido, de la sangre que es sangre rompiroja, ardiente, despertada en furor sexual y rabiosa. Cuadros trágicos, como trágico es Detritus.
Como ya hiciera El Bosco, Detritus nos muestra nuestro lado oscuro, lo negro en luz o al revés. Nos muestra sin eufemismos (no los necesita) lo que estúpidamente siempre intentamos ocultar, eso de lo que huimos para estar “cómodamente” en la vida (y que por ello deja de ser vida), todo por pura cobardía o acojone. Pero Detritus no es un cobarde y nos pone delante del careto ese lado nuestro que negamos, que obviamos, que escondemos y travestimos. Sus cuadros nos interpelan, nos desvelan, desnudan, nos acusan desplegando el dedo corazón. Son cuadros sinceros como la muerte, directos como un certero navajazo en las tripas y… nos duelen, claro que nos duelen (¡porque tienen que doler, hostias!), porque nos enfrentan con el monstruo que todos somos, ese monstruo que encerramos muy adentro, tan dentro que al final olvidamos que en el fondo somos un monstruo. Detritus nos muestra, con su lirismo asesino, la crueldad en carne herida, el Dorian Grey que nos habita. Él no lo oculta, a su monstruo quiero decir, ni al nuestro, por supuesto, y nos presenta el horror y la náusea, transubstanciada en óleo y trementina. No son cuadros para el pusilánime ni para el que necesita autoengañarse para seguir viviendo (que así seguimos, hay que joderse, en un mundo de mediocres). No son cuadros “bonitos”, como no los son los cuadros de Bacon (y quien diga lo contrario no tiene ni puñetera idea de lo que está hablando). Francis Bacon, otro abismado, que muestra el dolor sin concesiones, como Detritus. Porque no se trata de lo “bonito” (¿a quién cojones le interesa lo bonito?), ni de lo bello en el sentido no surrealista, ni de la armonía, que ha dejado de existir (afortunadamente, añado yo). Se trata de la belleza terrible, de la belleza contrahecha que nos retrata. Los cuadros de Detritus son de esta escuela sin bata, de esta Universidad terrible; excepcionales porque se parten de la risa cuando oyen algo cercano a la “norma”: porque son inclasificables, no etiquetables: figurativos y abstractos; expresionistas y herméticos, da igual: nos descubren en un lenguaje propio, original, cosa que debe buscar todo artista: el núcleo de lo humano. Y él lo logra, lo que no es fácil. Digo más: es casi imposible, pero, sin embargo, lo único digno a lo que debe tender todo verdadero artista.
Son cuadros “literarios” (y sí, lo digo entre comillas, porque estoy condicionado por mi malestar de poeta); pero es que sus cuadros también se leen: los textos que introduce en ellos; la narración que en ellos se adivinan. Su historia y, sobretodo, su intrahistoria, y que sólo él conoce pero que no oculta; y porque no lo oculta es decuplicadamente artista.
Los cuadros de Detritus son excepcionales, como excepcional es Detritus, porque vive en centrifugado, más allá de cualquier centro común. En este sentido, y sólo en este sentido, es un excéntrico. Detritus sufre, sufre sinceramente, de ahí su arte, y pinta desde este sufrimiento; conoce como pocos el fondo sin fondo del dolor, la tragedia que nos hace humanos, porque es tragedia lo humano (o tragicomedia, conózcase la Historia). Detritus nos dice, con la lucidez que da el sufrimiento, que del dolor no podemos huir, y que de haber alguna esperanza está en la obra, en el arte, en un cuadro o en un poema. El arte así se convierte en el único e inestable puente que nos une a la vida vivible y lo único que la dota de sentido; lo que impedirá que paguemos su soldada a la fulana muerte (a ella, la muy hijaputa, que tan insistentemente llama a la puerta).
Acabo. Quien quiera conocer el arte en el sentido que voy describiendo vaya a ver la exposición y obra de Detritus. Que se acerque a la calle General Lersundi, en Donosti, local que era antigua discoteca (graciosa ironía estética, propia del umor sin H, de Jacques Vaché); vaya de 17:00 a 21:00 entre semana y los sábados por la mañana, hasta el 29 de febrero. Allí estará él, Detritus, pincel en mano, pintando, obrero ejecutante. ¿En qué exposición es posible hablar con el autor sobre su obra, verle en el proceso? Pues en esta, excepcional, excelente, excéntrica. Y así, entre efluvios de óleo y aceites, le podréis preguntar por su pintura, por el dolor, por la vida.
No os rajéis.
Juan Manuel Uría
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