jueves, 14 de julio de 2011

PARA ACABAR DE UNA VEZ CON LAS MUJERES



¿Habrá que ver en el odio a las mujeres, compartido por el judaísmo, el cristianismo y el islam, la consecuencia lógica del odio a la inteligencia? Volvamos a los textos: el pecado original, la culpa, la voluntad de saber, se deben primero a la decisión  de una mujer, Eva. Adán, el imbécil, se queda satisfecho con obedecer y someterse. Cuando la serpiente (Iblis, en el Corán, que desde hace siglos lapidan millones de peregrinos en La Meca bajo la forma de un betilo…) habla –lo cual es normal, es sabido que todas las serpientes hablan-, se dirige a la mujer y entabla un diálogo con ella. Serpiente tentadora, mujer tentada, por lo tanto mujer tentadora para toda la eternidad; es un paso fácil de dar…

El odio a las mujeres es similar a una variación sobre el tema del odio a la inteligencia, a lo que se suma el odio a todo lo que ellas representan para los hombres: el deseo, el placer y la vida. Incluso la curiosidad: el Littré confirma que se denomina “hija de Eva” a toda mujer curiosa. Ella da deseos y también da la vida: por su intermedio se perpetúa el pecado original, que, como asegura Agustín, se transmite desde el nacimiento, en el vientre de la madre, a través del esperma del padre. Sexualización de la culpa.

Los monoteísmos prefieren mil veces el Ángel a la Mujer. Mejor un mundo de serafines, tronos y arcángeles que un universo femenino, ¡por lo menos mixto! Nada de sexo, sobre todo: nada. La carne, la sangre y la libido, asociadas de modo natural a las mujeres, les proveen al judaísmo, al cristianismo y al islam más de una ocasión para establecer lo lícito y lo impuro, y así atacar el cuerpo deseable, la sangre de las mujeres liberadas de la maternidad y la energía hedonista. La Biblia y el Corán se regodean en esos temas.

Las religiones del Libro detestan a las mujeres: sólo aman a las madres y a las esposas. Para salvarlas de su negatividad consustancial, para ellas no hay más que dos soluciones –de hecho, una en dos tiempos-, casarse con un hombre y darle hijos. Cuando atienden a su marido, cocinan y se ocupan de los problemas del hogar, cuando además alimentan a los niños, los cuidan y los educan, ya no queda lugar para lo femenino en ellas: la esposa y la madre matan a la mujer. Con eso cuentan lo rabinos, los curas y los imanes, para tranquilidad del varón.

El judeocristianismo sostiene la idea de que Eva –aparece en el Corán como mujer de Adán, es cierto, pero nunca la nombran, apenas un signo… ¡lo innominado es innombrable!- fue creada en segundo lugar (sura 3,1), como un accesorio, de la costilla de Adán (Gén. 2, 22). Un despojo retirado del cuerpo principal. Primero, el macho, y luego como fragmento separado, el resto, la migaja: la hembra. El orden de llegada, la modalidad existencial participativa, la responsabilidad de la culpa, todo agobia a Eva. Desde entonces, paga el más alto precio.

Su cuerpo está maldito y ella también, en su totalidad. El óvulo no fecundado exacerba lo femenino en falta, por negación de la madre. De ahí proviene la impureza de la regla. La sangre menstrual presenta igualmente el peligro de períodos de infecundidad. Una mujer estéril e infecunda es el peor oxímoron para el monoteísta. Además, durante el período no hay riesgo de embarazo; por lo tanto, la sexualidad queda disociada del temor a la maternidad y así puede practicarse por sí misma. La potencialidad de la sexualidad separada de la procreación, en consecuencia, de la sexualidad pura, de la pura sexualidad: he ahí el mal absoluto.

En nombre del mismo principio, las leyes monoteístas condenan a muerte a los homosexuales. ¿Por qué? Porque su sexualidad impide –por el momento- las funciones de padre, madre, esposo y esposa, y afirma a las claras la primacía y el valor absoluto del individuo libre. El soltero, dice el Talmud, es un hombre a medias (!), a lo que el Corán responde en los mismos términos (24, 32), mientras que Pablo de Tarso ve en el solitario el peligro de la concupiscencia, el adulterio y la sexualidad libre. De ahí proviene –ante la imposible castidad- su exhortación al matrimonio, la mejor manera de acabar con la libido.

Asimismo, las tres religiones censuran el aborto. La familia funciona como límite insuperable y como célula básica de la comunidad. Implica niños, que el judaísmo considera como la condición de supervivencia de su Pueblo, que la Iglesia desea ver crecer y multiplicarse, y que los musulmanes consideran la bendición del Profeta. Todo lo que ponga trabas a la demografía metafísica desata la ira monoteísta. A Dios no le gusta el planning familiar.

Por ello, en cuanto da a luz, la madre judía ingresa en un ciclo de impureza. La sangre, siempre la sangre. En el caso de un hijo, la prohibición de entrar en el santuario es de cuarenta días; para las hijas, ¡sesenta! Dice el Levítico… Conocemos la oración judía de la mañana que incita a todos los hombres a bendecir a Dios durante el día por haberlo hecho judío, no esclavo ni… ¡mujer! (Men. 43b). Tampoco ignoramos que el Corán no condena explícitamente la tradición tribal preislámica que justifica la vergüenza de convertirse en padre de una hija y justifica la pregunta: ¿conservará a la niña o la esconderá bajo tierra? (16, 58). (La edición resumida de la Pléiade advierte en una nota, para atenuar la barbarie probablemente, que es por temor a la pobreza, ¡lo que faltaba!)

Por su parte, los cristianos, muy graciosos, sometieron a discusión en el Concilio de Mácon, en 585, el libro de Alcidalus Valeus, titulado Disertación paradójica en la que se intenta demostrar que las mujeres no son criaturas humanas… No se sabe dónde está la paradoja (!), ni si el ensayo sufrió algún cambio, tampoco si Alcidalus conquistó a su público de jerarcas cristianos ya ganados a su causa –basta con adherir a las innumerables imprecaciones misóginas de Pablo de Tarso…-, pero la prevención de la Iglesia con respecto a las mujeres sigue siendo de una actualidad siniestra.

Michel Onfray, de "Tratado de ateología"

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