“Un niño crece dentro de mí y entonces nazco a la luz”. “Me vacía en hueco y me manda al mundo”. “Pensar que tenemos dentro el misterio del universo”. “Yo siempre supe que el contenido no contiene nada”. Estas son algunas frases del texto con el que Elena Aitzkoa nos presenta su último trabajo “Chocolate Chocolate Muffin”. Una desasosegante colección de composiciones, pinturas, dibujos, objetos y fotografías; una instalación en sí misma que evoca una contención, un misterio, algo encerrado en gestación, un embarazo que intuyo interrumpido o que ha resultado ser nada, vacío, porque, como dice Elena, el contenido no contiene nada. El niño no existente, que ha crecido sólo en potencia, vacía a la artista en hueco para abrirle al exterior. Ahí, fuera, está el infinito también en gestación, pero el universo también es una caja cerrada, y como tal, no contiene nada, porque no somos nada. Dentro y fuera: dialéctica de gestaciones que acaban en un mismo fracaso, de creaciones en el vacío, en el silencio de una habitación infantil en miniatura, de una ausencia, de una pérdida. Porque al final se trata de una pérdida, de la sensación de haber perdido irremediablemente algo que era sustancial, pero sin saber muy bien qué. Un niño crece dentro de mí, y ese niño somos nosotros mismos, que ya no existe. Los dibujos naíf de Elena dicen que una vez sí estuvo; los objetos, las fotografías, con cierto perfume a pasado feliz. Pero el lenguaje de Elena es pretérito, y lo pretérito es amarillo, y lo amarillo no existe –salvo en van Gogh-. Siempre supe que el contenido no contiene nada. Afirmación nihilista que redunda en la querencia del encierro y el aislamiento. Y un deseo de volver al origen, regresar al útero, siquiera simbólicamente: la foto en la que Elena está tumbada junto a un arroyo, madre naturaleza, junto a un perro, en posición fetal; los dibujos de mujeres embarazadas, de mujeres con niño, de mujeres que repiten la misma posición fetal. Y, sobre todo, lo que destaca obsesivamente en la exposición, y que resume lo que vengo diciendo: el conjunto de trapos, esos “paquetes” cerrados, precintados con cuerdas y pinzas, y que genera como una sensación de angustia, de dolor torturante. Si estos trapos envueltos y aprisionados pudieran expresarse, no me cabe la menor duda: su expresión sería el grito. Y es que en la exposición, en la obra de Elena hay un grito contenido, desgarrado y desgarrador, un grito expresionista, el espectro de Munch que señalando a un lienzo en blanco dice: es imposible. Dentro de esos paquetes está el misterio, todo el universo en gestación, es decir, nada. Porque el contenido no contiene nada.
A continuación y para acabar, un aviso: quien sólo quiera cantos esperanzados y lamer pirulís dulces –los que sólo tienen un perfil, en definitiva- no vayan a ver esta exposición. Quien tema al vacío, a la negrura, a los demonios siempre acechantes, no vaya. Vaya, en cambio, quien quiera comprender mejor lo que es la humanidad, lo humano en toda su complejidad, esa oscuridad tan luminosamente hiriente, ese misterio bifronte que nos eleva y nos hunde al mismo tiempo. Porque en la obra de Elena tenemos la oportunidad de aprehender el misterio, aunque ya se intuya previamente que no existe como tal misterio –y quizá sea éste el único y verdadero misterio-. En definitiva, quien quiera ver arte en crudo, arte elevado y sin concesiones, ya sabe, de diez a una y media y de cuatro a nueve, en el Centro Cultural de Egia. El que esto escribe no se hace responsable, no obstante, por hacer tal recomendación, de las heridas reabiertas o de las nuevas laceraciones. Elena, por supuesto, tampoco. Esas heridas ya estaban ahí y la artista no es la culpable de que estuvierais ciegos. Su misión, en todo caso, como artista, es iluminaros con su luz oscura, despertaros, daros un patada en la conciencia o en los cojones que, llegado el caso, duele igual.
Juan Manuel Uría
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