Lo que sigue es un texto medianamente ordenado, pretendidamente sensato y esforzadamente denotativo y, como consecuencia de todo ello, de algún modo que ahora sólo intuyo, deudor de textos anteriores y heredero de pensamientos ya habitados. En este sentido de lo habitado, y como todo lo habitado tiende a ser útil, pragmático y eficiente, no tengo más remedio que atenerme a lugares comunes para ser comprendido, pues lo original tiende a ser azaroso, raro, subjetivo, y en definitiva y a fin de cuentas, a ser poesía. No digo que en lo práctico no se pueda ser original, no; digo que yo no puedo serlo, o sea que (y vaya así por delante, pues ya veo elevar su índice a los censores), la tara está en mí y no necesariamente en los demás. A quién sino a mí, al que la vida práctica se le vuelve inoperable, a quién más que a mí, digo, le gustaría ser tan original y revolucionario como Manuel Jalón, que inventó el escurridor de fregonas, o tener las aptitudes precisas y necesarias para ser capaz de desarrollar un sesudo programa de I+D para la renovación y proyección de la Poesía Útil (valga el oxímoron). Pero para esta tarea hace falta tener unos principios sólidos y unos objetivos claros, y yo siempre me hallo en la mitad de todos los caminos, desconociendo el principio e ignorando el final, como un personaje de Kafka. Y entre esos principios de los que carezco, y quizá el más determinante para el tema que tratamos, está el freudiano principio de realidad.
Para vivir ordenadamente y caminar según el canon, esto es, dando un paso detrás de otro, es preciso ser inteligente, cosa que yo, mal que me pese a veces, no soy. Y es que a menudo se me ovillan los pasos, se me anudan las tibias, y tropiezo con mi propia sombra. Hablo, para que quede ya claro, de ese tipo de inteligencia utilitaria y adaptativa, eminentemente conservadora, y que se debe a un paradigma construido por la razón práctica o instrumental. Este es el tipo de razón que nos permite elaborar mínimamente ese principio de realidad y un apego de molusco al mundo establecido. A nadie se le escapa, como ya dijera Freud, que es la razón del superviviente y un claro resorte evolutivo. Careciendo de él, ay señores míos, sobreviene un tipo de caminar torpón, etílico y deambulante, al que acompaña un ensimismamiento poético que da a quien lo padece toda la apariencia de un zombi. Se corta la hilaza social de la continuidad como especie y nos invade un tipo de hambre (zómbica) abstracta e insaciable por lo oscuro, misterioso, escondido, interior, lejano, intangible; un impulso lírico que tiende al caos y la destrucción; una necesidad irrefrenable de expresar lo inexpresable, que es, por otro lado, el origen de toda poesía. El poeta como el zombi es un ser incivilizado, un bárbaro que está más allá de cualquier frontera, de la vida vivible, de lo estructurado y que, cuando se le piden explicaciones por su actitud, sólo es capaz de emitir inconexos balbuceos.
El zombi es un poeta moderno, sí, pero el zombi-poeta también piensa. También posee una inteligencia, pero cualitativamente distinta: hablo, como alguno ya habrá imaginado, de la razón poética. (Nota a vuelapluma: escribir un texto en homenaje y reconocimiento a María Zambrano). Esta razón construye otro paradigma, otra teoría y, en definitiva, otra cosmovisión que obliga a otra forma de permanencia en el mundo; permanencia que será, inevitablemente, de confrontación y oposición a la realidad, porque el zombi no encaja, porque la realidad es el reino de lo útil y el poeta es el príncipe de lo inútil. Aquí habrá, por lo tanto, un más que predecible problema de adaptación: el poeta siempre estará fuera de lugar, siempre será el extranjero. La realidad se le antoja un montaje impropio y teatral, y así se va convirtiendo en el refractario de René Char. Y el escritor, el poeta, escribe contra la realidad, como bien dice Vila-Matas. (—¿Por qué usa usted tantas citas de otros autores?— le preguntaron una vez al superzombi Leopoldo María Panero. —Pues para que me hagan un poco de caso, joder— respondió él sagazmente).
Pero no nos equivoquemos porque, por poco que nos guste, realidad sólo hay una. Pero una cosa es ser consciente de esto y otra muy distinta caer en la trampa del realismo, que es la trampa urdida taimadamente por la razón instrumental y su paradigma. El poeta no niega, ni siquiera el más hermético y alelado, su realidad material, lo que está ahí fuera, pero sí reniega de ella. La acusa y la impugna. Y al no aceptarla su actitud será característica, una actitud que marcará la diferencia entre ser un funcionario de la realidad o ser un zombi de la superrealidad (o surrealidad, como ustedes prefieran. Podría ahora muy bien seguir con este hilo argumental para abogar por un tipo de surrealismo primitivo como práctica eficaz para una superación dialéctica de las contradicciones entre la razón instrumental y la razón poética pero, además de que nos llevaría más lejos de lo conveniente en lo que a estos apuntes se refiere, pues, qué quieren que les diga, sinceramente: no me apetece. Los zombis también somos bastante perezosos, no me duelen prendas en decirlo).
El poeta no puede aceptar el mundo, por eso precisamente es poeta. El poeta, con su silencioso NO, representa fielmente al zaratustriano león de Nietzsche. Y por eso escribe, así de sencillo. En una sólo aparente ironía escribirá para expresar ese mundo, pero desde su particular visión zómbica, desde su inteligencia. El poeta es el irremediablemente gran insatisfecho. ¿Por qué si no, díganme ustedes, escriben los que escriben? ¿Porque se sienten bien, cómodos, miembros típicos de la época que les ha tocado vivir? Evidentemente no. No conozco a ningún poeta feliz. ¿Ustedes sí? Pues entonces no es poeta o sólo hace versitos los domingos. Y es que la verdadera literatura es hija del descontento y la insatisfacción, de la inadaptación y de la magia. Sí, de la magia. Porque el acto de escribir tiene todavía ese componente mágico original por el que el escritor quiere transformar la realidad y transformarse en la escritura. ¿Ingenuidad, murmura alguno? Sí, posiblemente. Pero un tipo de ingenuidad rampante y crítica que busca siempre componer un poema más brillante que la vida. ¿Y qué es lo que se emplea para esta tarea tan ardua como imposible?: un lápiz, un papel, algunas palabras, y todo el desencanto y el cabreo imaginables.
Juan Manuel Uría, del libro colectivo "Literatura y Realidad"
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