(En homenaje al ratón o rata (pues desconocemos su sexo) visitante de Amalgama y que, de seguro, tiene grandes curiosidades artísticas y aficiones de roedor cultivado).
Recuerdo de aquella biblioteca, que olía a jabón de fregadera y a pergamino. El ala izquierda daba al viejo barrio judío, de calles como abrazadas, entumecidas, y la derecha se adornaba con unas ventanas muy angostas, dos de ellas con parteluz. Por esas ventanas se metía el resplandor claro del mar, el grito de algún pájaro y alguna bocina intemperante. Como era abril, y para no dejar en mal lugar al refranero, llovía sobre las acacias del portón y la gente se resguardaba de los tímidos chubascos con el júbilo de saberse en los comienzos de la primavera.
Pero el libro estaba entre mis manos y era hermoso. Una edición del Quijote impresa en Madrid en 1870, el mismo año que murió Prim, el general que dijo aquello de "O faja, o caja", y recibimos al Saboya. Me interesaba el libro por las ilustraciones: unos dibujos a plumilla que ocupaban toda la página con un sinnúmero de detalles, como si al ilustrador le hubiera asaltado, repentínamente, el "horror vacui". Yo era el único lector en aquella sala de proporciones generosas, y gozaba del sentimiento noble de la soledad enriquecida con un propósito concreto. Repasaba el libro a vuela hoja cuando noté que se movía algo frente a mí. Algo mínimo y orgánico. Mejor que algo, alguien. Ese alguien levantó la cabeza para mirarme. Los ojos, encendidos, relucían. Ladeó el hocico. Sé que esperaba un comentario, un calambre, una reacción. Quise decepcionarlo a medias.
-¿Qué haces tú por aquí?- pregunté.
El ratón se tomó un tiempo para responderme. Sólo una brizna.
-Repaso libros cuando no hay nadie más -dijo-, o cuando estimo que la compañía no ha de procurarme quebranto alguno.
Jorge G. Aranguren, de "De un abril frío"
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