Todo pasó, dicen los que allí estaban, después de la presentación de la hasta entonces su última novela “La inocencia rota” (Alberto Muñoz Pin, Boomerang, 2005), falsa novela histórica que narra la participación de Rimbaud en La Comuna de París. Tras las firmas y dedicatorias de rigor, y como suele hacerse, Alberto se fue de bares con algunos amigos, un puñado de conocidos y otra gente anónima que pasaba por allí. Tras recorrer un número indeterminado de locales y consumir una cantidad correspondiente de copas, Alberto entabló conversación con una chica; dicen, los que allí estaban, que al rato la conversación pasó a coqueteo, que el coqueteo derivó en manoseo y el manoseo en magreo más o menos pornográfico. Resulta que, por lo que se ve y ocurrió, el novio de la chica también andaba cerca (un tipo, dicen, con pinta de atrabiliario, bajito, calvo y, algunos dicen que, bizco); éste, sin dar opción a Alberto a verlo venir para darle tiempo a reaccionar, dicen que lo agarró violenta y bestialmente de las solapas, lo tiró al suelo como un fardo viejo y la emprendió a salvajes patadas con su cuerpo en general y su cabeza en particular. Los que acompañaban a Alberto tardaron unos segundos en actuar (segundos que a Alberto se le harían sin duda eternos), dicen que, por una parte, a causa de la estupefacción paralizante de la escena y, por otra, mucho más probable, debido a la sedación del alcohol ingerido, que ya era más que considerable. Finalmente, en todo caso, consiguieron separar al mandril del escritor. Aquél, se conoce que ya satisfecho en su particular honor, cogió del brazo a la chica y salió con ella del bar. Lo siguiente dicen que hay que contarlo entre paréntesis porque: (los que allí estaban, cuando cuentan la historia, siempre añaden, dicen que por concretos y amantes de los detalles, que el chico al salir, efectivamente, daba la mano izquierda a su novia mientras que bajo el brazo derecho llevaba, cosa extraña, un monopatín). Una vez la pareja se hubo marchado del local, procedieron a levantar, con cuidado de entomólogo, a Alberto del suelo. Dicen que daba verdadera pena verlo. Le aconsejaron ir a un hospital, poner una denuncia, cualquier cosa, pero él se negó a todo. Lo que sí hizo en cambio fue pedir otra cerveza, tomársela de un trago e irse después sin mediar palabra.
Hasta aquí lo que dicen que pasó. Ahora contaré lo que ocurrió una vez Alberto se fue del local. ¿Que cómo puedo saberlo yo, si no estaba allí, preguntan ustedes? Cómo les conozco, joder. ¿Y a ustedes qué coño les importa, si puede saberse? ¿Pongo yo en duda acaso lo que me han contado todos los gilipollas anteriores? Yo sé lo que sé, lo sé y punto. Con esto basta, caballeros y caballeras. Mi fuente de información es primaria. Así que suspendan el juicio y cállense, que sigo:
Estábamos en que Alberto había salido del bar. Dos puntos: tengo que seguir así: Alberto salió del bar.
Alberto salió del bar. Borracho como estaba consiguió llegar a su casa. Cada paso era un suplicio; tenía la sensación de que cada una de sus células iba a reventar con un “plof”. Ya en casa fue directamente al baño. Allí se miró en el espejo. Un espectáculo, ciertamente, lamentable: el ojo derecho totalmente cerrado; labio superior partido en cinco secciones, el inferior sólo en tres; la nariz antinaturalmente torcida hacia la izquierda, con pegotes de sangre coagulada. Todo en unos tonos rojos, violetas y amarillos más propios de los fauvistas. En fin, un horror zómbico. De repente a Alberto le da por sonreír y lo que le sale es algo grotesco; le sirve para comprobar que los incisivos los tiene precariamente sueltos. Suspira. Suelta un mecagüendios, sale del baño. Se prepara un whisky triple sin hielo. Claro. Da un trago, se queda quieto, piensa; diez segundos; treinta; un minuto. Toma otro trago; va a su escritorio y saca papel y lápiz; otro trago, otro momento de reflexión alcohólica; coge el lápiz, escribe: “Me acaban de romper la cara. Me he mirado en el espejo: soy un monstruo. Me cago en su puta madre, el bizco de mierda".
Sí, así comienza, como ya sabrán quienes la hayan leído, “El bizco sin civilizar” (Contracorriente, 2010), esa gran novela de mi amigo Alberto. Qué gran novela, sobre todo para los que no son bizcos.
Los muy hijos de puta.
Dicen. ¿O no?
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