El chupete

Botas marrones, pantalones negros (con el bajo metido) que dejaban ver unos calcetines gruesos de color verde, muy probablemente octogenaria, con la cara arrugada, una cicatriz llena de costras en la frente, las manos rodeadas de un pelo blanco fino, como si un gusano la estuviera amortajando con su hilo de seda, una gruesa manta encima de sus piernas sobre la cuál tenía un bolsito apretado entre sus manos... Se abrieron las puertas y entró, postrada en una silla de ruedas y guiada por lo que podría ser cualquier tipo de consanguíneo suyo que la situó justo en frente de un carrito que portaba un niño de no más de 9 meses. Se miraron fijamente, levantaron sus brazos a la vez y apunto estuvieron de tocarse con las puntas de los dedos. El niño, aunque quizás fuera niña, miraba a la anciana con un chupete en la mano, riéndose. La anciana, también riéndose (mas bien sonriéndose, una sonrisa que lo ha vivido todo), extendía el brazo todo lo que podía para coger el chupete. Pero un tesoro semejante no se da a nadie. Atrozes las demás miradas de todos los del tren, llenas de sopor, de tedio, llenas de vacio. De tantas almas sólo dos vivían, una que no sabía todavía lo que es vivir y otra que olvidó lo que era. Se volvieron a abrir las puertas y en el acaso de la vida salieron los dos guiados, salieron uno detrás de otro, en disputa por aquél chupete. Me volví a quedar solo, rodeado de nadas. Tendría que haber luchado por el chupete, tarde, las puertas ya se cerraron.