El alba pálida entraba por la ventana, y a mí, mientras hacía así el balance de mi vida, me sacudía entre sábanas una risita indecente, roja de vergüenza, y estallaba yo en una impotente, bestial carcajada mecánica y piernal, como si alguien me hiciese cosquillas en el talón, ¡como si no fuese mi rostro, sino mi pierna, la que carcajeaba! ¡Había que acabar con eso de una vez por todas, romper con la infancia, tomar la decisión y empezar de nuevo, había que hacer algo! Y entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy..., que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tener en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentado! ¡Que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie! ¡La excitación me empuja hacia el papel! Saco el papel del cajón y he ahí que empieza la mañana, el sol inunda el cuarto, la sirvienta trae café con leche, croissants, y yo, entre las formas relucientes y cinceladas, empiezo a escribir las primeras páginas de una obra, de mi propia obra, de una obra como yo, idéntica a mí, provemiente de mí; de una obra que me afirma soberanamente contra todo y contra todos.
Witold Gombrowicz. Ferdydurke
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